Dr. Romel Hernández-Bello, Dr José Prisco Palma-Nicolás y Mariana Elizondo-Zertuche
En los últimos 50 años, las alergias, el asma y las enfermedades autoinmunes han aumentado de manera alarmante en todo el mundo, especialmente en países industrializados.[1–3]. Resulta paradójico: nunca habíamos tenido mejores condiciones de higiene, saneamiento y medicina… y, sin embargo, muchos sistemas inmunológicos parecen estar fallando. ¿Qué está pasando?
Una posible respuesta llegó en 1989 de la mano de David Strachan, quien propuso una idea tan provocadora como intrigante: la “hipótesis de la higiene”, que sugiere que la falta de exposición a microbios durante la infancia podría debilitar el desarrollo del sistema inmunológico y aumentar el riesgo de alergias y enfermedades autoinmunes.[3,4].
Hoy, esta hipótesis ha evolucionado y se ha convertido en un campo importante de investigación que abarca microbiología, inmunología, medicina ambiental y hasta oncología, gracias al trabajo de distintos grupos que han refinado el concepto hacia la llamada hipótesis de los “viejos amigos”.[4–6]. En este artículo exploramos su origen, sus evidencias y las nuevas perspectivas para la salud del siglo XXI.
La historia detrás de “la hipótesis de la higiene”
Todo comenzó en 1989 con una observación sencilla: los niños de familias numerosas enfermaban menos de fiebre del heno. El epidemiólogo británico David Strachan propuso que los hermanos mayores “traían” infecciones a casa, y que estas estimularían y entrenarían al sistema inmunológico infantile [3] Posteriormente la hipótesis se amplió, explicando que las diferencias también podían deberse a mejores condiciones del hogar y a mayores estándares de higiene personal [4,5].
Con el tiempo, esta idea se fortaleció al entender que las primeras exposiciones a microbios ayudan a equilibrar la respuesta inmunitaria contra bacterias y virus (respuesta tipo Th1), contra gusanos intestinales (helmintos) y alergias (Th2), y aquellas que regulan las respuestas inmunes excesivas (células T reguladoras, Treg) [2,4,5].
Cuando la infancia transcurre en entornos demasiado higiénicos -es decir, sin animales, sin tierra, sin hermanos, con antibióticos frecuentes- el sistema inmunitario recibe pocos “entrenamientos”, volviéndose más propenso a reaccionar en exceso. Por otro lado, los niños que crecían en granjas -expuestos a polvo, animales y microbios ambientales- tenían menos asma y alergias. En Europa, este efecto se ha documentado repetidamente: la exposición temprana a endotoxinas bacterianas y a una alta diversidad microbiana en el entorno rural se asocia con menor riesgo de asma y sensibilización alérgica [6,7].
Parásitos que nos protegen
Se ha observado que en regiones del mundo donde las infecciones por gusanos intestinales (helmintos) son comunes, como partes de África y América Latina, las tasas de alergias y autoinmunidad tienden a ser menores, mientras que en regiones donde las condiciones de higiene son mejores y las infecciones por helmintos son muy raras, como Europa y Norteamérica, las tasas de alergias y autoinmunidad son más altas [8].
Así, en los primeros planteamientos de la hipótesis de la higiene, la atención estaba puesta sobre todo en las infecciones por virus, bacterias y parásitos intestinales. Con el tiempo, sin embargo, la investigación se fue desplazando hacia un universo mucho más discreto, pero igual de influyente: las bacterias benéficas del intestino, es decir, el microbioma intestinal [9,10].
Para explicarlo mejor, imagina que tu intestino es como una gran ciudad y que las bacterias son los habitantes. Hay miles de “especies” distintas, y cada una cumple trabajos importantes: ayudar a digerir la comida, producir vitaminas, entrenar al sistema inmunológico y mantener a raya a los microbios dañinos. Así, el sistema inmunológico aprende mejor a distinguir entre cosas peligrosas (como virus o bacterias dañinas) y cosas inofensivas (como el polvo o el polen).
La investigación científica ha encontrado algo muy interesante: cuando los niños tienen poca diversidad de bacterias en el intestino —es decir, una ciudad con pocos “habitantes” y poco variados— aumenta el riesgo de sufrir alergias y asma.[9,10] En grandes cohortes de nacimiento se ha visto que ciertos patrones de “disbiosis” en el primer año de vida se asocian con el desarrollo posterior de asma infantile [9,10].
Pero, ¿qué hace que un niño tenga un microbioma pobre o uno sano y variado? Aquí entra la parte importante para la hipótesis de la higiene.
Por ejemplo, los bebés nacidos por cesárea no tienen el mismo contacto con las bacterias de la madre que los nacidos por parto vaginal. Eso modifica las primeras bacterias que colonizan su intestine [11,12]. Por otro lado, el uso frecuente de antibióticos en los primeros años puede “barrer” también a las bacterias buenas, no solo a las malas. Diversos estudios observacionales y meta-análisis han mostrado que la exposición a los antibióticos durante el embarazo o en el primer año de vida se asocia con un aumento del riesgo de asma y otras enfermedades alérgicas en la infancia [13,14].
Además, vivir en ambientes excesivamente limpios, con poco contacto con tierra, plantas, animales y naturaleza en general, reduce la cantidad y diversidad de microbios con los que el cuerpo se encuentra, lo que encaja con la idea de los “viejos amigos”: organismos con los que hemos coevolucionado y que son claves para afinar los mecanismos reguladores del sistema immune [4–6].
En resumen: la hipótesis de la higiene, vista con “lentes modernos”, nos dice que no solo importa cuántas infecciones evitamos, sino también qué tipo de microbios dejamos de conocer e integrar a nuestro microbioma. Un mundo excesivamente “esterilizado” puede significar un sistema inmunológico menos entrenado y un microbioma más pobre.
¿Si tengo alergias, los parásitos me pueden ayudar?
Lo más sorprendente de esta historia es que la ciencia no se quedó solo en observar estos fenómenos, sino que los investigadores se empezaron a preguntar: “Si algunos microbios y parásitos pueden ayudar a regular el sistema inmune, ¿podemos usarlos como tratamiento?”.
De esta manera, la hipótesis de la higiene no se quedó en el plano teórico. A partir de este planteamiento han surgido nuevas líneas de investigación y estrategias terapéuticas que han evolucionado desde propuestas tan llamativas como infectar intencionalmente a pacientes con helmintos hasta enfoques más refinados basados en moléculas purificadas, probióticos específicos y vacunas de nueva generación [4,8].
La idea de utilizar gusanos intestinales como tratamiento puede resultar desagradable, pero parte de una observación robusta: en poblaciones con infecciones crónicas por helmintos, las alergias y algunas enfermedades autoinmunes parecen menos frecuentes [8]. Esto llevó a algunos investigadores a explorar si infecciones controladas con helmintos podrían atenuar o mejorar las enfermedades inflamatorias en pacientes enfermos.
Entre los helmintos intestinales más estudiados tenemos a Trichuris suis, Necator americanus y Ascaris spp. En pacientes con enfermedades como colitis ulcerosa y enfermedad de Crohn, se han administrado por vía oral huevos de Trichuris suis en ensayos clínicos controlados, observándose, en algunos estudios, mejorías significativas de los síntomas, con reducción de la inflamación y de la actividad clínica de la enfermedad [15,16]. Estos resultados apoyaron la idea de que los productos liberados por el helminto inducen un giro hacia respuestas inmunitarias más reguladoras.
En el caso del asma y de la esclerosis múltiple, estudios piloto con infecciones controladas por Necator americanus han evaluado su seguridad y su posible impacto sobre la hiperreactividad bronquial y la inflamación; aunque los resultados han sido mixtos y aún no permiten recomendar este tipo de intervención como tratamiento estándar [17,18].
A pesar de estos hallazgos, el uso directo de helmintos vivos plantea dificultades importantes. No a todos los pacientes les gusta la idea de albergar gusanos vivos en su intestino, incluso si son “terapéuticos”, y siempre existe el riesgo de efectos adversos, especialmente en personas con defensas comprometidas. Por eso la investigación reciente se ha desplazado hacia un enfoque más sutil: identificar y utilizar las moléculas inmunomoduladoras que los helmintos producen, sin necesidad de infectar al paciente. La esperanza es que, en el futuro, estas moléculas y las vesículas extracelulares parasitarias puedan convertirse en fármacos que imiten los efectos beneficiosos de los parásitos sin exponer al paciente a una infección real [8].
La misma lógica que ha llevado a explorar parásitos y microbios como moduladores de la inflamación también se ha trasladado al terreno de la inmunoterapia contra el cáncer. Algunos parásitos, como Toxoplasma gondii y Trypanosoma cruzi, son capaces de activar de forma muy potente la inmunidad celular, lo que ha inspirado su uso experimental como “activadores” del sistema inmune frente a tumores [19–22].
En modelos murinos de ciertos tipos de cáncer, la inyección intratumoral de cepas atenuadas o no replicativas de Toxoplasma gondii ha inducido respuestas robustas de macrófagos y linfocitos T que permiten la regresión del crecimiento tumoral [20,21]. Por otro lado, proteínas derivadas de Trypanosoma cruzi, como la calreticulina y la trans-sialidasa, se han estudiado como potentes moduladores de la respuesta inmunitaria, con potencial uso como adyuvantes o componentes de vacunas terapéuticas contra cáncer y enfermedad de Chagas, e incluso se ha propuesto explorar su combinación con inmunoterapias modernas como los inhibidores de puntos de control en modelos preclínicos [22,23].
Aunque todavía queda un largo camino antes de que estas estrategias lleguen a la práctica clínica, ilustran hasta qué punto el conocimiento de las interacciones entre microbios, parásitos y sistema inmune puede nutrir la innovación en campos tan complejos como el combate contra el cáncer.
¿Qué sigue ahora?
El panorama que surge de la hipótesis de la higiene y de los avances descritos invita a imaginar una medicina del futuro en la que las terapias personalizadas basadas en moléculas microbianas o parasitarias sean parte habitual del arsenal terapéutico. A medida que se identifiquen con más precisión las proteínas y moléculas responsables de los efectos reguladores, será posible diseñar medicamentos capaces de imitar las señales beneficiosas de los microbios sin exponer al paciente a infecciones [4–6,8,19].
Reconocer que muchos microorganismos son aliados y que la destrucción indiscriminada de la microbiota intestinal puede tener efectos adversos permitirá avanzar hacia prácticas más equilibradas: un uso más racional de antibióticos, una mayor valoración del contacto con entornos naturales y el diseño de probióticos y prebióticos de próxima generación [9,10,13,14].
Finalmente, las aplicaciones en inmuno-oncología, aprovechando moléculas parasitarias y microbianas para activar defensas antitumorales, podrían integrarse con las inmunoterapias actuales para mejorar su eficacia y ampliar el número de pacientes que se benefician de ellas [19–23].
Quizá la clave para una vida más sana no sea aspirar a un entorno completamente estéril, sino aprender a convivir con un mundo más microbiano y mejor equilibrado. Se trata de pasar de la guerra total contra los microbios a una convivencia inteligente con ellos, reconociendo que, en muchos casos, son nuestros aliados más antiguos y poderosos en la construcción de la salud.
Referencias sugeridas
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2. Okada H, Kuhn C, Feillet H, Bach JF. The “hygiene hypothesis” for autoimmune and allergic diseases: an update. Clin Exp Immunol. 2010;160(1):1-9.
3. Strachan DP. Hay fever, hygiene, and household size. BMJ. 1989;299(6710):1259-1260.
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5. Rook GAW. The old friends hypothesis: evolution, immunoregulation and essential microbial inputs. Front Allergy. 2023;4:1220481.
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